martes, 16 de marzo de 2010

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martes, 2 de marzo de 2010

Sonidos

Sonidos. Vagos sonidos. Lejanos, apagados, difusos. Es todo lo que puedo percibir, colgado en el tiempo, sentado en la obscuridad de mi sala. Las luces apagadas, las persianas cerradas por completo. Nada daba señales de vida en la habitación con excepción de mi pausada respiración. Cansada, débil, casi inexistente. No entraba el aire, no tenía por donde. La humedad cargaba el ya pesado ambiente con olor a muerte.
Sonidos, apenas audibles, cercanos a imperceptibles. Una brisa moviendo las hojas en las ramas o aquellas que fueron cayendo en la calle, solo algunas, caídas junto con el otoño. Un otoño del cual no vería el fin.
Sonidos. Agua corriendo en el fregadero, gota tras gota a un ritmo aletargado, lejos, allá en la cocina, también inmersa en las tinieblas. Seguramente la llama del calefón cortaba la monótona negrura, pero no podría asegurarlo, no puedo verlo ahora. Podría hacerlo con solo voltear la cabeza, pero no tengo fuerzas, no tengo voluntad, simplemente no tengo.
Sonidos. Algunos existentes, otros imaginarios, traídos a mí por el recuerdo. Niños corriendo, niños riendo, ¿yo?, eso fue hace muchos años. Una mosca se posa sobre mi brazo adormecido y apenas la percibo.
Me pierdo en los recuerdos, de aromas e imágenes lejanas en el tiempo. Micaela, que bella era, tan perfecta, tan viva, tan feliz, siempre sonriente en mi memoria. Con su cabello rojo reposando sobre sus hombros y cayendo sobre sus pechos, que tan bien hacían lucir el uniforme colegial. ¡Que bella era!, tan bella como quiero que sea. ¡Y tan tonto fui!, tan tonto como pude serlo.
Sonidos y olores. Mi madre llorando junto a las flores que adornaran el ataúd de mi padre, mientras la gente se amontonaba en grupos y sostenía charlas discretas acompañados por el aroma a café, y la misma imagen se repetiría, no mucho después, pero ahora en la caja de cedro yacería mi hermano mayor; y ahora, a menos que los milagros, contrario a mi creencia, en verdad existan, se volvería a repetir.
Siempre me agrado percibir el césped recién cortado a la mañana. Abrir los ojos y despertar a hermosas mañanas junto a ella, oler su cabello y embriagarme por la mezcla de tan atrayentes aromas, el césped, el cabello, su cremosa piel. Tan tonto fui… caí en la tentación que dictan algunas aventuras y me perdí en un gran pecado, no contra Dios, sino contra ella, que era todo lo que tenía, o al menos, todo lo que valía la pena para mí, todo lo que el destino no me había arrebatado aún… y lo arruiné.
Sonidos, imágenes, aromas, todo lejano, tanto así que no puedo separar lo real de lo imaginario; lo presente del pasado. Pero hay al menos algo que es seguro. Esta aguja en mi brazo es real, llegó hasta allí como muchas otras antes. Y así, una tras otra se fueron sucediendo, como unos tras otros mis últimos recuerdos, mis últimos alientos, como así los hechos que me llevaron hasta este desenlace que de seguro no era inevitable, pero tal vez, sí el deseado. Una conciente autodestrucción, dolorosa, penosa, y lenta, como lenta es cae la última lagrima, desde mi mejilla hasta mi regazo, sin emitir sonido.